El doctor fulano de tal
era un digno profesional.
Un ejemplo de integración
entre trabajo y vocación.
Su tarea no era curar
sinó sólo verificar
las dolencias del personal
de una gran empresa industrial.
El doctor era muy capaz.
Había calado mucho más
de cien casos de falsedad
en avisos de enfermedad.
Frente a eso su proceder
consistía en no ceder.
“No señor, no venga a mentir.
Yo lo voy a hacer despedir.”
“Todo el mundo quiere faltar.
Todos quieren haraganear.
¿Por qué no dejan el lugar
a otros que quieran trabajar?”
Si el enfermo era muy tenaz,
el doctor se apiolaba más.
“No hagas bulla, no estás tan mal,
andá y tomate un Mejoral.”
Muy de acuerdo con su función,
el doctor ganaba un sueldón.
El saber no ocupa lugar
pero se debe cotizar.
El doctor fulano de tal
no volvió a ver un hospital
desde que iba a la facultad
desde unos cuantos años ha.
Desde la época en que egresó,
el doctor no se interesó
nunca más por averiguar
la causa de un dolor lumbar.
Ni volvió a ver nunca un riñon.
Ni curó un sólo sarampión.
Y no hay nadie que pueda hablar
de haberlo visto recetar.
Ni siquiera por diversión
se le vió en alguna ocasión
asistir a una operación
o firmar una defunción.
Ni escuchar con cierta atención
los latidos de un corazón.
Ni tomar nunca la presión.
Ni menos dar una inyección.
Pero nadie nunca dudó,
nadie nunca se preguntó
si no era acaso un error
la cruz en la chapa del Ford.
Y si un día se arrima usted
a su casa, en una pared,
lo verá en todo su esplendor.
Verá el diploma de doctor.