El ómnibus iba muy cargado de gente
y al guarda le costaba cobrarle a todo el mundo;
algunos no pagaban y él no se daba cuenta,
le daba rabia que la gente no se corriera;
decía “el fondo está vacío” y era mentira.
Los guardas no dicen “señoras y señores,
salió y se ha puesto a la venta este nuevo boleto”,
sólo dicen sin gracia “quién no tiene boleto?
boletos, boletos”, qué pregón desnudo y triste
corto y descolorido como el mismo boleto.
Cada vez iba subiendo más y más gente,
una vieja luchaba por llegar a la puerta,
una mujer sentía que la estaban manoseando,
un tipo discutía con el guarda por el vuelto,
otro sentado miraba por la ventanilla.
Capacidá diez de pie cuarenta sentados,
pero iban muchos más apretados, oprimidos,
sin hablar con el chofer porque estaba prohibido,
sin conversar entre sí porque no les salía,
las manos aferradas al mismo pasamanos.
El ómnibus ya no paraba en las paradas
un hombre protestaba, él había chistado,
una embarazada temía que se lo aplastaran,
el conductor vichaba a una mujer por la calle,
el guarda no se acordaba a quién tenía que avisarle.
Cuando la puerta se abría y uno bajaba,
se subían unos cuantos para reemplazarlo.
Llegó un momento en que el ómnibus iba tan lleno,
tan repleto y cargado, tan inflado, tan denso,
tan insoportable que terminó reventando.
Volaron las chapas, los remaches, la gente,
las piezas del motor, la mujer embarazada,
la cuerdita del guarda, uno que no había pagado,
el conductor, la bola de la palanca de cambios,
el guarda, los boletos, boletos, los boletos.