Era un concierto de música popular. Quiero decir un recital
de aquellos cantos que nos vienen desde las raíces de la tierra secular.
Y todo el mundo estremecido en la sangre,
al ritmo de la tradición que se hace canto.
Era la voz ancestral de una población, reconociendo en su canción,
la más auténtica versión de su epopeya y su verdadera identidad.
Desde el origen, desde su historia, los acordes
desentrañaban la verdá de su memoria.
Era el reflejo más fiel de la realidá, cantado con la claridá
característica de aquellos que hacen suya la expresión del pueblo por su voz,
La vida misma era presencia en el canto
comprometida con la esencia de su gente.
Nadie cantaba a título personal. Todo era parte del ritual
que a sus artistas asignaba la función de revelar su propia condición.
Que era la misma que la de todos: Las raíces
que determinan el sentir y la palabra.
No eran cantores, más bien eran un ceibal quienes daban el recital.
Y los micrófonos con sus jirafas entre un cablerío casi vegetal,
asemejaban sauces llorones. Y las voces
se parecían al croar de alguna rana.
En los asientos la gente, de corazón tomaba mate a discreción.
Se alimentaban de sí mismos a través del canto que era su propia canción.
Y en las bombillas iban subiendo sus entrañas.
Y tanto como se escuchaban, se tomaban.
Era una inmensa recontra-alimentación basada en la resurrección
de las raices más profundas en un ciclo que no habría terminado más,
pero que tuvo un desenlace algo triste;
El que volvió confirmará que fue chiripa.
Algo en la tierra debajo del hormigón, de la moderna construcción.
Quizás los huesos de algún indio conmovidos por la tan profunda evocación
de las raíces, ni los gurises se salvaron
de ser llamados por la vieja madre tierra.
En los cimientos del club algo se movió, y todo se resquebrajó
y aparecieron grandes grietas por las cuales todo el mundo desapareció;
Iban en busca de sus raices y Aleluya.
Lo consiguieron, lo lograron. ¡Eureka!
De las guitarras de cedro y jacarandá, de las de pino nacional,
brotaron entre las atónitas narices de los del conjunto musical,
largas raíces como lombrices, que crecían
y se enroscaban en los cuellos y apretaban.
De esa manera logró su mejor final este glorioso recital.
La gente pudo reencontrarse felizmente con su más auténtica verdá.
Y luego de esto, no hubo pretexto que valiera
para seguir viviendo, y fue así su muerte.