Siempre fuí un infeliz. Siempre fuí un infeliz.
Y nunca dejé de preocuparme por serlo al máximo
en la medida de mis modestas posibilidades.
Al menos desde que tomé conocimiento de la máxima artiguista
según la cual “los más infelices serían los más privilegiados”.
Nunca quise festejar ninguna broma.
Nunca quise festejar ninguna broma.
Sabía que el que ríe último, ríe mejor.
Y toda mi vida ahorré energías para que esta risa fuera,
en las postrimerías de los tiempos, la más potente y extentoria
que nadie hubiera podido jamás oir, o siquiera imaginar.
Siempre estuve en la miseria y nunca yo me dejé de resignar.
Nunca dejé de resignarme a ello,
sabiendo que Tú habías dispuesto ese destino para mí.
Nunca dejé de someterme a la arbitrariedad
de los empleadores a quienes, por apenas unos mendrugos de pan,
trabajé día y noche durante cincuenta años.
Hasta que se resecó mi piel. Hasta que mi piel se resecó,
agotadas mis glándulas sudoríparas,
luego de una producción ininterrumpida a lo largo de ese medio siglo.
Nunca me creí con derecho de aspirar
a una existencia más próspera en el mundo terrenal. Jamás. Jamás.
Siempre me dejé robar. Me dejé golpear.
Me dejé meter los cuernos.
Me dejé humillar. Me dejé estafar, injuriar, calumniar.
Y siempre ahogué cualquier asomo de ira
que pueda gestarse en mí, con la evocación
de tu consabida promesa en cuanto a una recompesa celestial.
Y siempre llevé un registro concienzudo.
Y siempre llevé un concienzudo registro de todas las que pasé.
Y como Tú eres omnisapiente, verás que no hay
en este papel que te presento, ningún episodio
que no haya vivido yo penosamente.
Revisa la cuenta cuantas veces lo desees. Mi Señor.