Me murmuraba al oído un sonido. Ronquido.
Casi tímido pero insistente.
Húmedo y suave. Cálido y molesto.
Y me miraba fijo sin detenerse.
Sin más, comenzó a refregarse en mi brazo,
cosquilleando mis sentidos, molestando mi contorno,
atornillándose en mí.
Tanto girar a mi alrededor,
como si fuera “Aleda en el carrusel”.
Girar, girar sin parar.
Girar, girar sin parar.
Seguía y seguía insistiendo.
Seguía y seguía insistiendo.
En que dejara caer sobre él, mi mano.
Pero la verdad es que nunca.
Nunca me gustaron los malditos gatos.
Nunca me gustaron los malditos gatos.
Nunca me gustaron los malditos gatos.
Nunca me gustaron. Nunca me gustaron. Nunca me gustaron.