Yo tenía lo que precisaba, un presente sonriente, un futuro mejor,
y un pasado qué importa si igual ya pasó,
en todo caso te cuento si vuelve a pasar.
Yo tenía un trabajo con miras a cierto progreso en el escalafón
y una novia estudiante aplicada con vistas
a varios posgrados en su profesión.
Y nos compramos el televisor; nos instalamos acceso a Internet.
Y nos pusimos a ahorrar y los sábados nos turnábamos para ir a bailar.
Y nos compramos un autito sport, a treinta y seis cuotas con fiador.
Y nos sacamos un préstamo para la casa, los muebles y el perro bulldog.
Nos casamos con fiesta, parientes, amigos, colados y todo lo usual;
nos hicieron colecta y compramos la alarma
y abono a un servicio de seguridad.
Fuimos de luna de miel, conocimos hermosos hoteles de donde sacar
varias buenas ideas para decorar la cocina
de nuestra casita al llegar.
Y luego vino la felicidad. Los ideales hechos realidad.
Y hasta pensamos en ampliar la casa y hacer en el fondo una pieza de más.
Y a los dos años nació Sebastián. Y le pusimos de nombre “Germán”.
Y fuimos una familia perfecta cuando Catalina completó el casal.
Todo marchaba sobre cuatro ruedas y era tan firme la paz del hogar,
que no pocos vecinos tenían envidia
de lo que llamaban nuestra “way of life”.
Pero un buen día las cosas cambiaron, te juro que no sé ni cómo pasó,
todo se fue al carajo y la culpa fue mía,
no sé qué circuito a mí se me quemó:
me enamoré de mi mujer, me enamoré de mi mujer,
y la llamaba de pronto al trabajo porque precisaba hacérselo saber.
Me enamoré de mi mujer, y no sabía lo que hacer.
Le regalaba una flor y de noche hasta la madrugada le hablaba de amor.
Ella no pudo aguantar mucho tiempo, me dijo “cortala, no sé qué te dio;
no me escribas poemas y no te me declares
en el desayuno, viejo, por Dios”.
Yo no podía evitarlo y fue tanto el fastidio que a ella le dio mi actitud,
que primero me mandó al siquiatra y después,
como no mejoraba, también me dejó.
Y la familia se desbarató. Y mi prestigio también decayó.
En el trabajo rendía muy poco y mi jefe con justicia me degradó.
Y cada vez me ponía peor. Y mi mujer me pidió por favor
que tramitáramos pronto el divorcio y que no le mandara más cartas de amor.
Y fuimos viendo la separación de los bienes con un abogado y también
la tenencia de los chiquilines, lo de las visitas
y todo ese papo legal.
Y descubrimos que estábamos tan pero tanto de acuerdo en toda esa cuestión,
Y teníamos afinidad de criterios;
no había lugar para la discusión.
Y nos pusimos a reflexionar. Y decidimos volver a empezar.
Había tanto en común que valía la pena, el esfuerzo, volver a intentar.
Y yo logré superar mi querer. Le prometí dejarme de joder.
Y la familia, sin cartas, poemas ni flores por suerte volvió a florecer.
Y aunque de golpe me ocurre soñar que yo la amo, luego al despertar,
Recapacito y me avivo que el auto está viejo y que es tiempo, quizá, de cambiar.