La bolsa de basura (versión 2001)

Imaginate m'hijo

April 22, 2019

Iba saliendo de casa el otro día, pero volví para buscar una bolsa de basura, que tenía preparada desde hacía días para una caso así, o sea, una caso en la que tuviera que pasar por donde estaba el tacho de basura que se alimenta de las bolsas de basura producidas y envasadas en cada uno de los apartamentos del edificio.
Mi plan era sencillo. Pero cuando me encontraba a pocos metros del tacho, detecté la proximidad de una agente perturbador, un elemento desestabilizador de la posible calma que acompañaba el automático, comprensible, habitual, justificado, cívico acto de tirar la basura. Se trataba de un individuo que, arrodillado junto al tacho, extraía de allí restos de alimentos, los cuales clasificaba y separaba en distintas bolsas que traía, según el contenido proteínico, el tenor graso o el nivel de adición vitamínica que tuvieran; para esto no se servía de ningún tipo de instrumental técnico, a excepción de una protuberancia que él llevaba incorporada a la cara y con la que mediría con precisión asombrosa el índice de putrefacción operante en cada residuo alimentario, ya que entre dos mitades de cáscara de naranja aparentemente iguales, el individuo descartaba una y se quedaba con la otra, y no porque estuviese, como se dice, en condiciones de tirar manteca al techo.
Yo empecé a vacilar. Luego seguí haciéndolo.
No sabía si ignorar al individuo y depositar la bolsa en el interior del tacho, o ignorar al individuo para dejar la bolsa a unos metros de él, o tomar otras actitudes cuya descripción se verá momentáneamente demorada por el análisis de aquellas otras ya mencionadas.
No podía tirar la bolsa en el tacho, porque la cabeza y las manos del perturbacionista obstruían la entrada. Y no estaba seguro de si podía ser pertinente utilizar la fórmula de cortesía “con permiso”.
En cuanto a dejar la bolsa a cierta distancia, eso sí que parecía grosero, siendo como era tan evidente que el individuo iría a recogerla. Pero dársela a él en las manos no dejaba de constituir para mí una ofensa, al ver el contenido repugnante de la bolsa. En cuanto a si para él ese acto podía resultar ofensivo o no, era algo difícil de prever. Más allá de sus dimensiones de apropiarse la bolsa, podía contar con una dosis de orgullo que le hiciera fingir que sólo estaba buscando un aro que se le hubiera caído. Otra posibilidad que consideré fue era dejar la bolsa junto al individuo, pero abierta, como demostración de amabilidad, dando a entender que no ignoraba sus intenciones de revisarla. Pero todos estos pensamientos pasaron con mucha rapidez por mi cabeza. Vencido por la ambigüedad contenida en el acto de darle a alguien algo que es una porquería, siendo que este alguien tiene de todas formas mucho interés en recibirla, Pensé en otro tipo de salidas.
Por ejemplo, darle, tipo, una limosna. Sin embargo el análisis de esta posibilidad me reveló que esto no me iba a librar del dilema de que hacer con la bolsa porque, sea cual fuere la magnitud de la limosna, era evidente que nunca iba a bastar para consolidar en el otro una posición económica suficientemente holgada como para abandonar el hábito de hurgar en los tachos de basura. Empecé a retroceder. Mientras lo hacía seguía examinando otras posibles maneras de deshacerme de la bolsa.
Consideré el no dejar la bolsa en el tacho, sino sólo su contenido, vaciándolo en las manos del individuo. También pensé el dejar la bolsa cerrada y decirle “mire, le dejo esto, y sé que usted lo va a abrir; no me gusta la idea pero sé que es lo único que usté puede hacer para vivir; yo quisiera ayudarlo, pero no puedo porque tengo que ir a pagar la tarjeta… no sé que otra cosa más”. Después pensé en vaciar la bolsa en el tacho del edificio vecino, para volver y tirar la bolsa vacía en el otro tacho, mostrando mi voluntad de evitar entregarle basura al tipo, pero mostrando al mismo tiempo también que no era mi intención hacerle un desaire ni fingir que no lo había visto ni que lo había visto pero que no quería roces con él.
Pero ninguna de estas opciones me satisfizo. Seguí retorciendo hasta entrar de nuevo en el edificio. Subí las escaleras también retrocediendo, y sacando la llave de mi apartamento conseguí, luego de unos minutos de esfuerzo, abrir la cerradura permaneciendo de espaldas a la puerta. Así entré, y seguí retrocediendo hasta que me di contra la ventana, que estaba abierta. Supe detenerme en ese momento, y permanecí allí quieto como un muñeco a cuerda detenido en su marcha por algún obstáculo, siempre de espaldas a la ventana, con la bolsa de basura en la mano. Y así pasé un rato, hasta que de pronto oí que desde abajo el tipo me gritaba “che, loco, aunque sea tirámela por la ventana”.