Cierto día Gregorio Samsa
se despierta con el aspecto
asqueroso de un gran insecto.
Acostado de boca arriba,
quiere darse vuelta y no puede,
¿qué carajo es lo que sucede?
Se hace tarde para el trabajo,
a la puerta su madre llama
y él está clavado en la cama.
No consigue encontrar sus brazos;
qué curioso, dónde se esconden,
y esas patas, que no responden.
Viene el resto de la familia;
todos juntos, de mal talante,
le reclaman que se levante.
Menos mal que él cerró la puerta
en la noche, antes de acostarse:
por un rato podrá ocultarse.
Pero oye la voz del jefe
que lo vino a buscar a casa
para ver qué es lo que le pasa.
“Vamos, vamos, Gregorio Samsa,
no me venga con cosas raras,
salga rápido y dé la cara”.
El contesta que está en problemas,
pero nadie le entiende un pito:
sus palabras parecen gritos.
Ya no tiene cuerdas vocales;
de sus mandíbulas gigantes
manan líquidos repugnantes.
Finalmente, con gran esfuerzo,
se levanta y su boca acierta
a girar la llave en la puerta.
Antes de que todos lo vean,
piensa “si esto es un sueño loco
me despierto dentro de poco,
y si, en cambio, es verdad y a todos
al mirarme les viene un chucho,
no es mi culpa, lo siento mucho;
se tendrán que tomar la pena
de cuidar este par de antenas
y dejar de comprar Baygón.