El ómnibus estaba lleno, y Michigan iba ahí apretujado
entre ciertas personas de la parte delantera.
En un momento vió que en un asiento de ventanilla
por la parte central del ómnibus
y del mismo costado hacia el que él estaba de frente,
se encontraba sentada una muchacha amiga de unos amigos suyos,
a la que él, si bien no conocía mucho, conocía.
Si no mucho, por lo menos algo.
Que si no era mucho, por lo menos era algo.
Y le podía permitir saludarla y también ser saludado por ella,
y no sólo eso. Para Michigan, la muchacha le agradaba.
Quizás no demasiado, pero sí bastante.
Lo suficiente como para decir que le gustaba,
si no mucho, por lo menos algo.
Que si no era mucho, por lo menos era algo, y por cierto bastante.
Empezó a mirarla fíjamente para,
en el momento en que ella mirase hacia donde estaba él, saludarla.
Estuvo así clavado mirándola un rato.
Pero no hubo mecanismo telepático capaz de lograr
que ella apartara sus ojos del vidrio sucio
y los dirigiera hacia Michigan.
Este entondes decidió descansar un rato y empezó a mirar para otro lado.
Pero en ese momento prefirió,
por estar la muchacha comprendida en su campo visual,
aunque el no la mirara actualmente, que ella lo estara mirando.
Dirigió entonces su mirada hacia la muchacha.
Pero precísamente en ese momento,
ella volvía a torcer la cabeza hacia el vidrio mugriento.
Michigan no apartó la mirada de la cara de ella. Luego la apartó.
Y sintió que nuevamente, ella lo estaba mirando.
Sin duda, ella lo había reconocido.
El volvió a mirarla, pero ya ella no lo estaba mirando.
Entonces él siguió mirandola,
decidido a no aflojar hasta que ella no lo mirara.
Pero fue tanto el tiempo que pasó,
que Michigan tuvo que pensar en desviar su mirada.
Cuando ya había resuelto mirar para otro lado, la muchacha lo miró.
Pero él en vez de saludarla, desvió la vista.
En parte porque acababa de darse a sí mismo la orden de hacerlo
y en parte porque la brusquedad con que ellá miró, lo asustó un poco.
La situación se tornaba más difícil, porque ahora él no podía saludarla
sin incluir una especie de explicación
de por qué no la había saludado cuando sus miradas se cruzaron.
Tampoco se podía hacer el bobo porque era obvio que del mismo modo
en que él había sentido en ciertos momentos en que ella lo estaba mirando,
ella tenía que haber experimentado lo mismo
y haber entendido por ello que él no la había reconocido.
Míchigan pensó en bajarse del ómnibus,
pero eso equivalía hacerse el sota.
No tuvo que pensar mucho más para encontrar la solución a su problema.
La cuerda del guarda estaba a su alcance,
y la parte que pendía doble del último anillo vía,
era del largo apropiado para darse las vueltas alrededor del cuello.
Esperó que la puerta delantera se abriera, y cuando esto ocurrió,
se pasó la cuerda por el cuello
y se tiró para abajo con el ómnibus en marcha.
No pudo sin embargo suicidarse. Porque el chofer paró enseguida el vehículo,
y el guardia lo socorrió antes de que la asfixia fuera total.
Este guardia, sumamente contrariado por la actitud del pasajero,
lo agarró a piñas, y lo dejó tendido en la vereda.
Después de lo cual subió al ómnibus y exigió al chofer que siguiera el viaje.